La oración ante el niño del pesebre, ha de llevarnos a considerar hasta dónde se abajó para insertarse en nuestra realidad pecadora, y animarnos a considerar la realidad de nuestro mundo como el espacio de nuestra propia inserción. Desde nuestra oración ante Jesús Niño, como otrora el Santo Hermano Pedro, debemos contemplar la situación de nuestro mundo y, como él, comprometernos con sus necesidades más apremiantes. Hay dos situaciones que nos interrogan de manera particular. Es la primera, la del desprecio a la vida. Como mujeres y como religiosas bethlemitas debemos tratar de entender que el motivo más misterioso de nuestra consagración, es quizás, la ofrenda generosa de la propia vida para que el mundo continúe en creer y en esperar en la vida. Siglos de historia de servicio y de dedicación a los pequeños, los pobres, los ancianos, nos garantizan una función eclesial y evangélica que hoy se hace aún más necesaria.
El gran reto de nuestro tiempo es el de rendir honor a "Dios amante de la vida" y dador de la vida inmortal. "El sentido más profundo y verdadero de la vida es el de ser don que se realiza en la entrega. Este es el sentido del espectáculo de la Cruz: es de allí de donde nace el pueblo de la vida" (Evangelium vitae, Nos. 49, 50, 51). Orar por "una nueva cultura de la vida", incluye el hacerlo por la formación de la conciencia moral y para que se descubra el nexo entre vida, libertad y verdad en el hombre creatura de Dios. Orar para que se eduque en los grandes valores de la vida: sexualidad, amor, castidad, procreación responsable, conciencia de nuestro ser de creaturas, sufrimiento y muerte.
La segunda situación que nos plantea otro interrogante, es la de llevar en nuestro corazón de mujeres consagradas la situación del niño y del joven en el mundo de hoy. Angustia enterarse a través de los medios, y muchas veces por experiencia directa, de la atmósfera de corrupción y de pecado que envuelve a la infancia y a la juventud. Violencia, acoso sexual -tantas veces en el mismo hogar; prostitución de niños adolescentes, convertidos en objeto de placer a través del llamado turismo de sexo, o de una trata más degradante e inhumana que la de esclavos.
Llevar este dolor en nuestro corazón de mujeres y en nuestra oración de consagradas debería ser para nosotras deber ineludible. Si la situación de pobreza y de analfabetismo llevó al Beato Pedro a dedicar su vida a los niños, a hacerse por ellos limosnero y penitente; y, en su época, a Nuestra Beata Madre a sacrificar la vida de oración y de silencio de su reforma contemplativa, para dedicarse a la educación en una sociedad infiltrada por la masonería y el secularismo; nosotras ante estas dos situaciones denunciadas, no podemos menos que comprometernos en una vida de sacrificio y de oración, para conformarnos con el ejemplo de los Fundadores, tan sensibles a las necesidades de la niñez y juventud de sus respectivas épocas.
Las invitamos, una vez más, queridas Hermanas, a continuar perseverantes en la oración ahondando en nuestra espiritualidad y descubriendo formas nuevas de enriquecerla.
Nos colocamos bajo la protección de Nuestra Señora de Belén, lugar de la presencia del Padre, mujer que vive a la sombra del Espíritu, morada del Verbo en medio de los hombres, para que Ella nos conduzca y enseñe a vivir nuestro tiempo, entre memoria y profecía, entre fidelidad y esperanza, entre proclamación y escucha, anunciando a Dios y realizando su Reino, en espera del "Ven" que nos llame a la "santa ciudad" y al que responderemos: "Amén, Ven Señor Jesús" (Apoc. 22, 20). (En el Surco de la Historia pág. 30)